Ayer 12/11, en la conferencia anual de la Fundación FIEL, Toto Caputo volvió al centro de la escena con un discurso extenso, técnico y cargado de convicción política. No fue una charla más. Fue, en su tono y en su contenido, una puesta en escena de lo que el Gobierno considera la segunda etapa de la reforma económica argentina: un punto de inflexión donde la ortodoxia, la gobernabilidad y el apoyo social se cruzan por primera vez en décadas.
Caputo habló de historia y de futuro. Dijo que Argentina está “en la víspera de cambiar la historia después de 120 años”. Que el país logró un equilibrio fiscal sostenido, una inflación “bajo control”, y que ahora el desafío pasa por consolidar. Prometió crecimiento del 5%, inversiones récord y una reforma laboral y tributaria que, según él, marcarán el inicio de una nueva era.
Pero, detrás del relato optimista, hay preguntas que siguen abiertas: ¿cuánto de este orden es estructural y cuánto es coyuntura? ¿Qué pasa si la demanda de pesos no vuelve o si el humor político cambia? Y, sobre todo, ¿puede una ortodoxia fiscal sostenerse sin un proyecto social que la respalde más allá de las urnas?
El nuevo orden: ortodoxia fiscal por decisión política
Por primera vez en mucho tiempo, la reforma económica argentina se plantea no como consecuencia de una crisis, sino como una decisión política deliberada. Caputo lo dijo con orgullo: “Nunca hubo ortodoxia macroeconómica por decisión política. Siempre venía después de una crisis.”
Y no le falta razón.
Desde 2023, el Gobierno instaló una narrativa simple y contundente: no más déficit, no más emisión, no más excusas. En un país acostumbrado a los parches fiscales, el solo hecho de tener superávit durante veinte meses consecutivos es un cambio real.
Lo discutible no es el dato, sino el método.
El superávit llegó de golpe, con un ajuste del 30% del gasto público, licuando salarios, jubilaciones y transferencias a provincias. Es cierto que “la caja cierra”, pero también es cierto que cerró sobre el bolsillo de los argentinos. El relato oficial muestra orgullo por “haber hecho lo que nadie se animó”, pero la pregunta que flota —y que Caputo evitó responder— es si esa ortodoxia es sostenible políticamente cuando el rebote inicial se diluya.
El ministro lo sabe. Por eso repite que “la sociedad eligió el orden” y que “esta vez hay apoyo”. Sin embargo, el apoyo popular, como el crédito, no es infinito: se renueva si hay resultados visibles. Y el orden fiscal, por sí solo, no alcanza para reconstruir un país con 40% de informalidad y una economía que todavía depende del dólar como refugio.
Inflación en baja, pero confianza en duda
Caputo celebró que la inflación mensual cayó del “1,5% diario” a “entre 1,5 y 2,5% mensual”. Dijo que el país “va a converger a niveles internacionales” el año próximo.
Pero detrás de esa frase se esconde una sutileza que solo los argentinos entendemos: bajar la inflación no es lo mismo que estabilizar los precios.
La desaceleración fue real, impulsada por un ancla fiscal y un tipo de cambio controlado. Pero la estabilidad no llega con números, sino con confianza. Y la confianza sigue siendo frágil, porque los argentinos sabemos que un equilibrio forzado dura lo que tarde en romperse la calma política.
La demanda de dinero —el núcleo psicológico del programa— todavía no se recuperó. Caputo lo reconoció sin rodeos: el 42% del M2 está dolarizado, una cifra inédita incluso para nuestra historia de desconfianza. Es decir: los argentinos seguimos pensando en dólares, no en pesos.
Y sin una recuperación de la demanda de pesos, toda ortodoxia es un castillo de arena.
La flotación entre bandas: el ancla psicológica
Uno de los puntos más técnicos (y más políticos) de la exposición fue la defensa del esquema de flotación entre bandas cambiarias. Caputo lo planteó casi como una cuestión de Estado: “No podemos darnos el lujo de flotar libremente. No somos un país normal.”
Y ahí, otra vez, tiene razón.
Con un mercado de cambios que opera apenas $90 a $200 millones diarios, y una historia de pánicos recurrentes, pretender una flotación limpia sería suicida. El problema no es el sistema, sino la dependencia psicológica que genera.
Mientras el Gobierno “defienda las bandas”, la gente cree que el dólar está contenido. Si el Gobierno dejara de hacerlo, la memoria colectiva del 2018 se activaría al instante.
Caputo argumenta que las bandas están “bien calibradas” y que el tipo de cambio actual es competitivo: no hay atraso, hay previsibilidad. El punto débil es otro: las bandas funcionan mientras haya confianza en quien las defiende. En Argentina, la historia muestra que la credibilidad del BCRA es efímera. Un día se aplaude el equilibrio; al otro, se teme el cepo.
Gobernabilidad y Congreso: la segunda etapa del experimento
Caputo habló de una “nueva etapa” política. Dijo que, tras las elecciones, el Congreso será “completamente diferente” y que eso facilitará la aprobación de leyes claves: la reforma tributaria, la reforma laboral y la presunción de inocencia fiscal.
La lectura es evidente: el Gobierno se siente empoderado para ir a fondo.
El plan tributario busca “eliminar impuestos distorsivos” como Ingresos Brutos, retenciones, el impuesto al cheque y el impuesto a las ganancias empresarias. Pero, en el corto plazo, el ministro admitió que eso es inviable. “No podemos darnos ese lujo —dijo— porque romperíamos el ancla fiscal.”
La hoja de ruta es clara: primero formalizar, después aliviar.
Por eso el foco estará en incentivos a la formalización:
- Aumentar deducciones en Ganancias de personas físicas.
- Bajar tres puntos de cargas patronales.
- Crear un fondo de cese obligatorio que reduzca la litigiosidad.
- Implementar un régimen de incentivo al nuevo empleo.
El objetivo no es nuevo: sacar al país del pozo de la informalidad. Lo novedoso es que Caputo no habla ya de ideología, sino de ingeniería tributaria y laboral. Es la versión “técnica” del cambio cultural que Milei prometía.
La pregunta es si estas reformas —graduales, racionales y fiscalmente neutras— alcanzan para generar un shock de empleo real. En un país donde casi el 45% de los trabajadores está fuera del sistema, la formalización no se logra solo con planillas Excel. Hace falta crédito, previsibilidad y consumo interno. Y eso no se corrige con un decreto.
Reservas, deuda y la promesa de un BCRA fuerte
Otro eje central del discurso fue la recomposición de reservas. Caputo planteó un cambio conceptual: ya no se trata de acumular dólares para pagar deuda, sino de fortalecer el balance del Banco Central “contra la remonetización de la economía”.
En otras palabras: comprar reservas solo si hay demanda de pesos.
Es una estrategia prudente, casi quirúrgica. Busca evitar la trampa de las “Leliqs” o “Lebacs 2.0”: esos instrumentos que terminan devorando el equilibrio fiscal por el costo de esterilizar exceso de pesos.
Caputo incluso ironizó con un ejemplo: “Si mañana Sam Altman invierte 25 mil millones, tendríamos que imprimir 35 billones de pesos. El 95% habría que esterilizarlo.”
La conclusión: la prudencia monetaria sigue siendo la prioridad absoluta.
En materia de deuda, presentó un panorama optimista:
- Deuda consolidada en 43% del PBI (sin intra sector público).
- Deuda con mercado (USD + pesos) en 25 puntos del PBI.
- Proyección 2031: apenas 9 puntos si se mantiene el superávit.
El mensaje es claro: Argentina no tiene un problema de solvencia, solo de confianza.
Pero ese “solo” es un abismo. La confianza no se decreta: se gana con tiempo, reglas y resultados.
Inversión real: el otro pilar de la reforma económica argentina
Quizás el tramo más optimista del discurso fue el dedicado a la inversión. Caputo habló de “interés fenomenal”, de admiración internacional hacia Milei, y de proyectos por más de 100.000 millones de dólares en distintos sectores.
Mencionó el RIGI, YPF-Enel, OpenAI y otras inversiones estratégicas.
Prometió que estas inversiones “cambiarán la matriz productiva” y que generarán trabajo, divisas y crecimiento sostenido.
Hay una verdad en ese entusiasmo: Argentina vuelve a ser un destino posible para el capital global. La estabilidad fiscal, los precios relativos más claros y un discurso pro-mercado abren una ventana que hacía años estaba cerrada.
Pero también hay una advertencia implícita: esas inversiones maduran en cuatro o cinco años, no en meses. Y el país necesita resultados ahora.
El desafío político será sostener la paciencia social durante ese puente.
La historia argentina es pródiga en planes que prometían cosechas futuras a cambio de sacrificios presentes. Caputo lo sabe. Y su apuesta es que, esta vez, el sacrificio se traduzca en una expansión de verdad y no en otro ciclo de ajuste sin salida.
La política como riesgo estructural
Caputo fue brutalmente honesto en este punto: “No podemos tener una alternancia que vaya del capitalismo al comunismo. Eso no es serio.”
La frase resume el dilema argentino mejor que cualquier paper.
No se trata solo de inflación o déficit. Se trata de credibilidad institucional. Un país no puede construir futuro si cada elección pone en duda las reglas básicas del juego.
El ministro lo dijo sin eufemismos: mientras exista el riesgo de “riesgo Cuca”, es decir, de un regreso del populismo intervencionista, no habrá flotación libre ni confianza plena.
La reforma económica argentina, en su visión, no es solo un programa fiscal: es una reconstrucción cultural.
El problema es que la cultura no se cambia desde el Excel. Se cambia con estabilidad, con crecimiento, con previsibilidad, con justicia que funcione y con salarios que recuperen valor.
Si el modelo no logra eso, tarde o temprano volverá la política que promete resolver con inflación lo que la ortodoxia no quiso corregir con empatía.
El equilibrio entre convicción y realidad
Caputo cerró su discurso con tono de cruzada: “Estamos frente a una oportunidad histórica. Con el apoyo de todos, Argentina va a ser el país que más crezca en los próximos 30 años.”
El optimismo no es un pecado; el exceso de fe, sí.
La reforma económica argentina que propone tiene tres pilares sólidos —fiscal, monetario y cambiario—, pero depende de un cuarto mucho más volátil: la confianza social.
Sin legitimidad popular sostenida, la ortodoxia puede convertirse en un nuevo péndulo: de la euforia al agotamiento.
Los números pueden cerrar; lo que falta es que cierre la historia.
Porque después de un siglo de crisis, default y desconfianza, los argentinos aprendimos que el verdadero orden económico no empieza en el balance del Tesoro, sino en la cabeza de la gente.
Reflexión final
Argentina parece haber encontrado, por fin, una brújula.
Pero una brújula no garantiza el destino: solo marca la dirección.
El plan de Caputo es coherente, disciplinado y técnicamente robusto. Pero también es frágil, como todo intento de cambio en un país que lleva un siglo corriendo detrás de sus propios errores.
La reforma económica argentina no será recordada por los cuadros de Excel, sino por lo que logre transformar en la vida cotidiana: si el salario deja de perder, si el crédito vuelve, si el peso vuelve a importar.
Si logra eso, el país habrá cambiado.
Si no, volveremos al punto de partida: otra ortodoxia que duró lo que duró la paciencia.
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