Argentina: ¿Economía real o ajuste maquillado?

ENTRE LOS NÚMEROS Y LA REALIDAD DE LA ECONOMÍA

Hace un rato termine de ver la conferencia de prensa del ministerio de economía y me pareció bastante interesante lo que plantean.

A simple vista, los números son auspiciosos: caída de la inflación, superávit fiscal, crecimiento del crédito, tipo de cambio contenido. Parece que, por fin, se encontró el camino. Pero conviene frenar la pelota. Este informe no pretende negar los avances —sería necio hacerlo—, sino analizar lo que subyace detrás del discurso oficial: ¿estamos frente a un cambio de régimen genuino o ante una ilusión de orden construida sobre un ajuste brutal? ¿Los fundamentos de este nuevo modelo son sólidos y sostenibles? ¿O se trata de un equilibrio precario sostenido por una lógica de shock, con altos costos sociales y sin red de contención?

La historia económica argentina nos enseña a desconfiar. Porque muchas veces, cuando los tecnócratas cantan victoria, los ciudadanos todavía mastican dolor. Vamos a recorrer los principales ejes del nuevo enfoque oficial, reconociendo lo que se logró, pero sin perder la capacidad crítica para preguntarnos: ¿y después qué?


EL MANDATO: ¿LIBERTAD O FRAGILIDAD SOCIAL?

El discurso oficial se apoya en la idea de “devolver la libertad a la gente”, pero esa libertad, cuando no está acompañada de condiciones materiales mínimas, se vuelve más aspiracional que real. ¿Qué margen tiene de elección alguien que depende de un comedor comunitario para alimentar a sus hijos? ¿Qué puede hacer el informal que no accede a crédito, salud o jubilación? La libertad, para que sea tal, tiene que ser ejercible. Si no, es apenas una consigna.

La visión liberal asume un punto de partida común que no existe en la Argentina. Hay profundas asimetrías de ingreso, de oportunidades, de capital humano. Entonces, cuando se desregula todo al mismo tiempo, sin mecanismos de contención para los más débiles, lo que se termina generando no es libertad, sino abandono.

La desconfianza del Estado hacia el ciudadano es real, pero también lo es la del ciudadano hacia un Estado que históricamente lo dejó solo o lo trató como variable de ajuste. Si no se construye un puente entre la lógica técnica y la realidad social, la libertad prometida puede derivar en mayor fragmentación.

Hoy, muchos sienten que se los libera, sí, pero de sus derechos. De su cobertura médica, de su capacidad de consumir, de su posibilidad de proyectar. El desafío no es solo achicar al Estado, sino redefinir su rol para que garantice un piso de dignidad sin asfixiar al que produce.

En síntesis: la libertad como narrativa es poderosa, pero necesita ser respaldada por inclusión real. Si no, corre el riesgo de volverse un privilegio que sólo unos pocos pueden permitirse.


EL AJUSTE FISCAL: SÍ, PERO ¿A COSTA DE QUIÉN?

Cerrar el déficit es una condición necesaria para estabilizar la economía, pero de ninguna manera es suficiente. Tampoco puede considerarse un mérito en sí mismo si se logra sobre la base de deteriorar las condiciones de vida de los más vulnerables. La licuación de jubilaciones, la caída del poder adquisitivo de salarios públicos, la paralización de la obra pública y el recorte a transferencias provinciales fueron las herramientas centrales de este ajuste.

En otras palabras: no hubo reforma estructural del gasto, sino un recorte por el lado más débil. Y eso, en términos de sustentabilidad política y social, tiene un costo que todavía no se está midiendo.

Además, los pagos postergados, las deudas flotantes y los contratos congelados no desaparecen: se acumulan. ¿Qué pasará cuando haya que pagar lo que hoy se patea? ¿Hay un plan a mediano plazo o solo una lógica de urgencia?

El riesgo de un ajuste así es doble: por un lado, puede consolidar una base macroeconómica frágil, anclada en el empobrecimiento masivo; por otro, puede erosionar rápidamente el capital político necesario para sostener cualquier tipo de transformación profunda.

Estabilizar la economía sin proteger a los más débiles puede llevar a una paradoja trágica: que el orden logrado no genere confianza, sino miedo. Y si la sociedad siente que todo el peso del orden cae siempre sobre los mismos, la legitimidad de ese orden se resquebraja desde adentro.

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El equilibrio fiscal debe ser un medio, no un fin. Y ese medio tiene que estar al servicio de una economía más justa, no solo más ordenada en los papeles.

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INFLACIÓN BAJA: ¿UN VERANO CAMBIARIO O UN LOGRO SOSTENIBLE?

La desaceleración inflacionaria de los últimos meses es, sin dudas, una de las banderas que más levanta el gobierno, que ellos han saneado la economía. Pero es fundamental preguntarse a qué costo y con qué sostenibilidad. La inflación mensual bajó, sí, pero en un contexto de una de las recesiones más profundas de los últimos tiempos: consumo desplomado, actividad paralizada, poder adquisitivo por el piso y un dólar oficial mantenido artificialmente estable.

A eso se le suma el congelamiento de tarifas y una política monetaria extremadamente contractiva. En otras palabras, se contuvo la inflación no por un cambio estructural en las expectativas ni en la dinámica de precios, sino por un parate generalizado de la economía. No hay precios subiendo, en parte, porque no hay quien los pague.

Este tipo de estabilización suele ser frágil. En cuanto se liberen precios regulados o se intente reactivar mínimamente el consumo, es probable que vuelva la presión inflacionaria. Además, las expectativas siguen dañadas: nadie siente que el peso haya recuperado su rol de reserva de valor, y el traslado a precios sigue a la vuelta de la esquina ante cualquier movimiento cambiario.

La inflación no es un fenómeno estrictamente monetario. También es política, social y cultural. Requiere confianza en el sistema, previsibilidad jurídica, acuerdos básicos de largo plazo. Nada de eso se logra solo con ajuste.

En síntesis: celebrar la caída de la inflación sin reconocer su base recesiva es peligroso. El riesgo no es solo que la inflación vuelva, sino que vuelva en un contexto de mayor pobreza y menos herramientas políticas para contenerla


DOLARIZACIÓN ENDÓGENA: LA LIBERTAD DE ELEGIR SIN PESOS

La dolarización endógena es presentada como una evolución natural del comportamiento de la economía de los argentinos, que históricamente han optado por el dólar como resguardo de valor. Pero detrás de esta supuesta normalidad hay una evidencia brutal: el peso ya no cumple ninguna de las funciones básicas de una moneda.

El sistema financiero funciona en la práctica con una base monetaria colapsada. Los bancos no prestan porque no tienen fondos, y cuando lo hacen, es a tasas impagables. La famosa “libertad monetaria” se limita a quien ya tenía ahorros o capacidad de dolarizarse. Para el resto, la dolarización es un lujo lejano.

Además, el uso extendido del dólar sin una política cambiaria clara solo profundiza la segmentación de la economía: una clase media y alta que puede operar en dólares, y una mayoría que sigue atada a una moneda que pierde valor, sin herramientas para protegerse.

Aceptar esta bimonetariedad sin discutir sus consecuencias puede derivar en una economía aún más desigual. Y si se promueve una remonetización con dólares, pero sin un marco institucional que respalde esa convivencia, se corre el riesgo de una inestabilidad aún mayor.

La dolarización no puede ser solo una bandera ideológica. Requiere reservas, acuerdos políticos, legislación, consenso social. Si no, es apenas una huida hacia adelante. Y la historia argentina ya mostró que las soluciones mágicas terminan mal.

En resumen: más que una libertad monetaria real, hoy asistimos a una escasez de moneda funcional. La gente no elige libremente con qué moneda operar: huye del peso porque lo empujaron al abismo. Sin un plan claro de transición y sin respaldo institucional, la dolarización endógena puede ser más síntoma que solución.


FORMALIZACIÓN: LA TEORÍA DE LA SEDUCCIÓN

El gobierno apuesta fuerte a un concepto: si bajás impuestos y levantás trabas, la gente sola va a querer volver al sistema. Se habla de formalización por convicción, no por obligación. En teoría, es una idea atractiva. En la práctica, mucho más compleja.

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Primero, porque formalizarse en la Argentina sigue implicando una mochila pesada: monotributo costoso, sistema previsional incierto, regulaciones que varían según el humor del Estado. Para un emprendedor, un comerciante barrial o un cuentapropista, muchas veces es más fácil seguir por afuera que intentar escalar dentro de un sistema que no le devuelve nada tangible.

Segundo, porque el “costo de oportunidad” de entrar al sistema sigue siendo alto. ¿Qué incentivo real tiene alguien que cobra en efectivo, que no accede a crédito ni a servicios formales, para cambiar de lógica si no hay una mejora sustancial en su calidad de vida? El riesgo es creer que con solo reducir regulaciones, la informalidad se autodestruye. Y eso no pasa.

Tercero, porque no hay políticas activas que acompañen. No alcanza con liberar al mercado si no se crean mecanismos de transición. Créditos blandos, seguros sociales, incentivos fiscales, simplificación administrativa real: nada de eso está hoy de manera masiva y clara. Y sin eso, la formalización sigue siendo un salto al vacío para la mayoría.

Finalmente, hay que asumir algo incómodo: mucha gente no es informal por comodidad, sino por supervivencia. No es una elección libre, es una necesidad. Entonces, tratar al informal como alguien que necesita ser “convencido” desde una lógica racional economicista, puede ser ingenuo o directamente injusto.

El cambio de lógica está bien, pero necesita infraestructura política, económica y social que hoy todavía no existe. La informalidad no se combate solo con discurso, se combate con un Estado inteligente que no estorbe, pero que tampoco se borre.

El gobierno apuesta a que, con menores impuestos y menos regulaciones, la gente volverá sola a la formalidad. Pero no basta con desarmar trabas si no se construyen incentivos. Hoy, entrar al sistema puede implicar más costos que beneficios para millones de cuentapropistas.

El empleo privado registrado sigue estancado y muchos sectores sobreviven apenas con changas. Si no se construyen puentes concretos (créditos accesibles, cobertura de salud, simplificación real), la informalidad seguirá siendo refugio obligado.


EL MODELO PRODUCTIVO: ENTRE LA COMPETENCIA Y EL VACÍO INDUSTRIAL

Uno de los pilares discursivos del gobierno actual es que la competencia impulsa eficiencia, innovación y crecimiento. Por eso, se levantan barreras, se liberaliza el comercio y se reduce el rol del Estado en la planificación productiva. Pero esta mirada omite algo clave: no todos los sectores ni todas las regiones parten del mismo punto. Y si no se reconoce eso, el riesgo es terminar consolidando una economía más desigual y más primarizada.

La apertura sin red deja expuestas a miles de pymes que ya venían golpeadas por años de inestabilidad. Muchas no pueden competir con productos importados que llegan con mejores condiciones de financiación, escala y logística. En vez de mejorar la eficiencia local, se puede terminar destruyendo capacidad instalada que tardó décadas en construirse.

Además, hay una narrativa peligrosamente simplista que presenta a toda regulación como un obstáculo. Pero en muchos países desarrollados, el Estado juega un rol central en el desarrollo tecnológico, la transición energética, la infraestructura y la protección de sectores estratégicos. Sin una política industrial inteligente, Argentina corre el riesgo de quedar atada a la exportación de recursos naturales con poco valor agregado.

Otro problema grave es la ausencia de una estrategia de desarrollo regional. Las economías del interior, que dependen de la obra pública y del entramado productivo local, están viendo cómo se retrae la actividad sin que aparezcan alternativas. ¿Qué le ofrece este modelo al pequeño productor, al tallerista, al emprendedor de una ciudad mediana que hoy ve caer sus ventas y no encuentra crédito ni horizonte?

Promover la competencia está bien. Pero sin una hoja de ruta que incluya financiamiento, asistencia técnica, infraestructura y un mercado interno mínimamente dinámico, la “libertad económica” puede traducirse simplemente en sobrevivencia para pocos y exclusión para muchos.

La pregunta no es si hay que abrir la economía, sino cómo, cuándo y con qué amortiguadores. Sin transición, sin políticas de adaptación y sin inversión pública inteligente, este modelo corre el riesgo de empujar al abismo a quienes no tienen cómo competir.

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La apertura comercial y la eliminación de regulaciones prometen eficiencia. Pero también pueden dejar en la banquina a sectores enteros que no están preparados para competir. La falta de política industrial es un riesgo enorme si no se piensa en transición productiva.

¿Quién invierte en un país donde no está claro si la demanda va a resistir? Sin estrategia para fortalecer pymes, economías regionales y cadenas de valor, la famosa “libertad económica” puede traducirse en más concentración y menos empleo.


EL HORIZONTE: ¿CRECIMIENTO SÓLIDO O CICLO TEMPORARIO?

El gobierno plantea que la economía podría crecer entre un 6 y un 8% anual si se consolidan las reformas estructurales y se produce una remonetización efectiva, en pesos o en dólares. Pero este escenario optimista debe ser tomado con pinzas. Porque más allá de los discursos, el crecimiento no es automático: depende de inversión, demanda interna, crédito, confianza y sobre todo, estabilidad institucional. Y en esos frentes, las señales aún son débiles.

Primero, no hay señales de repunte del consumo. Las familias están ajustando al límite, con salarios reales pulverizados y sin perspectivas claras de mejora. Un modelo de crecimiento sostenible no puede construirse sobre una clase media empobrecida y sin acceso al crédito.

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Segundo, la inversión privada sigue sin despegar. Hay interés en algunos sectores puntuales —energía, minería— pero falta un entorno macro más confiable para que ese interés se transforme en flujos reales. El miedo a cambios abruptos, a la judicialización de políticas y a la fragilidad política todavía pesa.

Tercero, no hay todavía un plan integral de desarrollo. Hay medidas sueltas, muchas de ellas orientadas a desregular, pero no hay una estrategia coherente de crecimiento inclusivo. ¿Qué lugar ocupa la ciencia y tecnología? ¿Qué rol van a tener los sectores industriales en esta nueva etapa? ¿Cómo se va a integrar Argentina al mundo sin quedar relegada a ser solo un exportador de commodities?

Finalmente, el talón de Aquiles es el social. La pobreza estructural, la desocupación encubierta, la caída de la educación pública y la tensión en los barrios populares no se resuelven con superávit fiscal. Si no hay una mejora tangible en la calidad de vida de las mayorías, cualquier rebote económico puede ser efímero.

En definitiva, el crecimiento no es una consecuencia automática del ajuste ni de la desregulación. Requiere política, acuerdos amplios, instituciones sólidas y una visión de país a largo plazo. Si eso no aparece, este ciclo puede terminar siendo otro experimento más que promete mucho, pero se desinfla antes de consolidarse.


ENTRE LA TENTACIÓN DEL RELATO Y LA RIGIDEZ DEL NÚMERO

No alcanza con que los números cierren. Tienen que cerrar con la gente adentro. La épica del sacrificio puede sostenerse un tiempo, pero si no aparece un horizonte tangible de mejora, se convierte en desencanto.

Este gobierno se propuso un cambio de régimen. Bien. Pero todo régimen necesita legitimidad. Y la legitimidad, en democracia, no se decreta: se construye todos los días con resultados, con empatía y con política.

Ojalá funcione. Pero más que esperar milagros, haríamos bien en mantener los ojos abiertos. Porque en Argentina, ya lo aprendimos, no hay victoria definitiva. Y todo número lindo, si no se traduce en una vida mejor, es apenas un espejismo contable.



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